Aproximaciones a la pintura de Aminta Henrich
Por: Manuel Pantigoso
Impregnada de múltiples vivencias, la obra pictórica de
Aminta Henrich concentra en el receptáculo del lienzo –o en el mirador de su
ventana- sensaciones y recuerdos, cercanías y entornos, cotidianidad y
trascendencia, experiencias individuales y sociales, sueños y realidades, es
decir, bullente historia y poblada geografía de la subjetividad; toda una
riqueza interior que busca su cauce integrador en el producto plástico
caracterizado por configurar atmósferas tanto diluidas mediante suaves
pinceladas que visten al despoblado dibujo cuanto condensadas a través de fuertes
empastes que tienen la pétrea solidez o el brillo de la materia.
Desde la oscuridad de la caverna o del agua
estancada surge simbólicamente la vida. Recordemos que la artista es también bióloga,
y que por eso sabe que toda creación proviene de las raíces o de las huellas de
lo humano (las pampas de Nazca, por ejemplo), hasta alcanzar esa vida la
configuración de la energía envuelta en el misterio, en las incógnitas del cosmos,
como una manera de encontrar la síntesis entre el arraigo y el desarraigo, la
cercanía y la lejanía, el alborozo y la melancolía, construidos
mediante esa alternancia de colores fríos y cálidos, definidos y abstractos
desde donde se define la luz de la existencia.
La dialéctica de la
esencia de la vida –plena de armonías y desarmonías- parece ser, pues, el leitmotiv
de la pintura de Aminta Henrich, de sus indagaciones trascendentes, y de sus logros, plenos de sol y sombras, de
silencios y estruendos, de orden y desorden. Desde el fondo del cuadro ha de surgir
el sugerente misterio como escoplo permanente del arte, es decir, de esa
emoción del ser que se plasma con talento por medio de reminiscencias y
revelaciones del espíritu.
Surco, noviembre del
2013.
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